Muchas víctimas de la violencia se sienten obligadas a perdonar, porque se dice que el perdón conduce a la reconciliación, porque parece religioso, correcto, bien visto. Pero Tomasa Calonge Ortiz, con la independencia de una abeja reina y la fuerza de una mujer resiliente, afirma:
“La guerra deja huellas, deja heridas que no sanan. Pienso que uno no perdona. Para perdonar habría que olvidar, y eso no se logra. Lo que uno hace es asimilar los malos momentos, las crisis, las angustias que ha tenido que vivir”.
Tomasa tiene la belleza de las montañas que rodean el cielo del Carmen de Bolívar y unos ojos que guardan lo bello y lo triste de estas tierras en la misma proporción.
“Llegué sin un peso, con un bolso, tres bluyines, dos suéteres y a Yeraldin en los brazos”, recuerda para explicar cómo llegó con su hija de apenas unos meses a trabajar en la finca de la que hoy es dueña.
A sus 67 años ha vivido en muchos lugares: nueve en Bogotá, tres en Medellín y seis en Baranoa, Atlántico. Pero este, dice con orgullo y con la calma que solo dan los años, ha sido el mejor.
“Aquí he tenido mis mejores momentos, mis mayores logros, los triunfos más grandes de mi vida. Pero también, debo decirlo: aquí viví mis peores experiencias, las noches más largas y las incertidumbres más dolorosas”.
Nos encontramos en la carretera Troncal de Occidente, en el Carmen de Bolívar. Su finca ha sido refugio, hogar y trinchera cuando la guerra trepaba como la hiedra sobre estos territorios que aún hoy resisten. En este mismo lugar está
La Casa de la Miel, donde Tomasa vende cera, polen, jalea y miel.
Todo lo que hoy tiene ha sido fruto de lucha, resistencia y renuncias. “
El primer año nos tocó comer ñame con agua tres veces al día. Sí, ñame con agua”, relata recordando cómo empezó en la apicultura. Desde el principio soñó con independizarse, por eso cuando le ofrecieron comprar cien colmenas y además la maquinaria —carro, centrífuga, cubeta y tanques de reposo— que debía pagar en diez años, no lo dudó un minuto y aceptó el negocio.
“Cuando uno invierte en abejas, a los seis meses ya puede recuperar la inversión. Entonces, con la primera cosecha pagué una parte y ahorré; con la segunda también ahorré, y al tercer año compré esto y terminé de pagarle al señor”.
Según relata en esa época, año 1996 para ser precisos, se recogían entre 60 y 80 kilos por colmena. Llegó a su casa en noviembre de ese año. No es claro si aquellos años fueron prósperos porque, aunque las colmenas daban bastante, nadie compraba miel. Fue una época muy dura: se acumulaban cosechas de tres o cuatro años porque no se alcanzaba a vender toda la miel que se producía. Sin embargo, con empuje, picaduras de abejas y negocios fallidos, hoy es la propietaria de
La Casa de la Miel.
—¿Qué significa para usted ser una mujer apicultora?
—Más que un oficio, siento que las abejas han conducido mi vida por buenos caminos, por senderos que me han fortalecido. De ellas he aprendido a ser luchadora y, sobre todo, a ser rebelde. Me considero una mujer rebelde, especialmente frente a las adversidades y las injusticias.
También dice que la apicultura le ha enseñado paciencia y tolerancia. Porque vivir en una zona de conflicto exige aprender a ser muy tolerante para poder sobrevivir en ella, a ser mediadora, a buscar siempre el equilibrio.
“Las abejas me han mostrado cómo ser imparcial, cómo encontrar en la calma y en la resistencia una forma de seguir adelante”.
La noche más larga
Cuando Tomasa dice que no perdona, no es porque no tenga fuerzas para perdonar, todo lo contrario, tiene la fuerza para decir que no lo quiere hacer, que no lo va hacer, porque en su cabeza hay recuerdos que se siguen repitiendo, como si de la guerra hubiera armado una trinchera.
“Me acuerdo una vez que estábamos sacando miel. Para hacerlo, se tiende una carpa y se maneja humo; esto fue cerca de una base del ejército y, al momento, un avión pasó volando encima de la carpa. ¡Dios mío! Éramos como siete personas metidas ahí y yo dije: «nos van a bombardear». Salimos y sacamos trapos blancos; al final se quitaron y nos dejaron quietos, se fueron”. Dice Tomasa.
Por ese entonces la guerra era como un rumor, como un fantasma, sin embargo, pronto comenzó a escalar y comenzaron las extorsiones. Tomasa cuenta que tenía un ganado y que se lo llevaron, pero no dice quién. Hay que hurgar y preguntar, para saber que fue la guerrilla.
“Fui a la casa del hombre que se llevó las vacas, un tipo conocido por cobraba extorsiones y asesinaba jóvenes. Lo enfrenté directamente y le advertí: si el ganado no aparecía, uno de los dos tenía que morir, y el que quedara vivo se quedaría con las reses”.
Para devolverle las reses le exigían a cambio 500 mil pesos. Ella respondió que solo tenía 200.000 —100 para Yeraldin y 100 para mis gastos—, y les dijo con la fuerza que la caracteriza
“¿Yo por qué debo financiar la guerra con el dinero que me gano quemándome las manos y la cara, para darle de comer a mi hija?” Todavía hoy, Tomasa se pregunta por qué la dejaron ir viva y con su ganado. Yo que no puedo dejar de verla cómo a una abeja reina, pienso que aquello simplemente era inevitable porque como abeja reina está signada a una vida longeva sin abandonar su colmena. Lo que sigue, además me confirma, que Tomasa es la única abeja del mundo que puede picar más de una vez y mantenerse viva.

“Las abejas para defenderse se matan. Una abeja se defiende picándote; después de picarte, no dura ni un minuto y se muere”. Dice Tomasa con un tono firme, como si mirara alguien que yo no logro ver, cuando habla de aquel recuerdo que ha se ha vuelto una foto en la cabeza.
“Han pasado más de veinte, veinticinco años, y todavía esa imagen está clarita en mi cabeza. Cuando me preguntan qué fue lo que más me afectó de la guerra, siempre recuerdo eso”.
—¿Se refiere a la que usted califica como la noche más larga de su vida?
Tomasa es una mujer que habla fluidamente; sin embargo, en este momento necesita detener sus palabras porque teme que el recuerdo la pueda atravesar.
— Puntualmente, la noche en que volaron la finca de acá al frente. Volaron la finca de acá al frente y una torre allá atrás —una torre de alta tensión—. Me acuerdo que yo estaba dormida y, cuando me desperté, estaba en el aire: la bomba me suspendió de la cama. Eso fue horrible; fue, para mí, el peor momento.
Otro momento que marcó mucho la guerra fue…
Al fondo, el corral con unas gallinas rojizas. La luz del sol y la sombra del galpón se combinan sobre las crestas rojas; los ojos inquietos y los picos abiertos contrastan con el verde del entorno, como si los recuerdos de la guerra y la misma guerra no pudieran tocar la naturaleza.
—Señora Tomasa, cuénteme de ese período en que tuvo que enviar a su hija a Bogotá, ¿cómo fue esa época para usted?
—Una madrugada fueron los vecinos a buscar a Tomasa porque habían asesinado a una compañerita de Yeraldin (su hija, una niña de cinco años). Ver a esa niña arrodillada al lado de sus papás muertos. Me pareció horrible y enseguida pensé: esta mañana puede ser Yeraldin.
No solo Tomasa y su familia empezaban a sentir que los próximos podían ser ellos, porque en los 90, Bolívar sufría los embates de una guerra que no les pertenecía.
El Carmen de Bolívar, en los Montes de María, fue uno de los municipios más golpeados por la violencia desde finales de los años 80 hasta principios de los 2000. Esta región, con fuerte tradición campesina, productora de tabaco, yuca, maíz y aguacate, se convirtió en escenario de confrontación entre guerrillas (principalmente las FARC y el ELN), paramilitares y, en menor medida, las fuerzas del Estado.
Las disputas por el control del territorio
—clave por su ubicación estratégica entre la Costa Caribe y el interior del país, y también por el cultivo de hoja de coca en algunas zonas
—derivó en una violencia sistemática contra la población civil.
Después de la masacre de los padres de la compañera de su hija, Tomasa sabía que tenía que proteger a Yeraldin, y entonces decidió enviarla para Bogotá a vivir con unos familiares.
—Llegó el momento en que ella tenía que salir. Las monjas también se ofrecieron a llevarla a Cartagena. Recuerdo que nosotras conversábamos mucho, y el mejor momento del diálogo era cuando nos íbamos a acostar. Entonces le dije: “Yeri, tú tienes que irte, mira lo que pasó con Marta Lucía. Las monjas me ofrecieron llevarte a Cartagena, está cerca, o yo voy o tú vienes”.
Ella, que tenía cinco años, se incorporó de la cama como electrocutada, se sentó sobre las rodillas y me dijo, brava: “Mami, si yo me tengo que ir de aquí, es para Bogotá; si no, que nos maten aquí a las dos”. ¡Madre mía! En ese instante caí en cuenta de que era lo que yo le repetía seguido: que, si algo me pasaba, que se fuera a Bogotá.
Yo le insistí: “no, mi amor… no, no, no”. Pero ella fue firme: “si me tengo que ir, es para Bogotá; a Cartagena no voy”. Así que al final no aceptó ir con las monjas a Cartagena. Le organicé las maletas y se fue para Bogotá.
Yeraldin vivió lejos de su madre durante ocho años, hasta que la violencia comenzó a amainar. Cuando Yeraldin tenía trece años comenzaron los problemas propios de la adolescencia: tenía novio y se había puesto un piercing.
Entonces, Tomasa decidió traer a su hija de regreso a la casa, de donde nunca debió salir. Sin embargo, la niña no quería volver.
—No, tú te vas conmigo esta noche. Yo no te estoy preguntando si quieres irte, te estoy ordenando que esta noche te vas conmigo.
Y terminaron regresando juntas al Carmen de Bolívar. En el recorrido, se dijeron que ya no se querían, y eso podía ser cierto, pero que al final solo se tenían la una a la otra, y debían darse otra oportunidad.
“Ella me contó muchas cosas, yo también le conté muchas cosas de mí, y ya no volvió más a Bogotá ni a buscar la ropa. Nos quedamos aquí hasta el día de hoy”.
Volvieron a construir su relación desde la amistad, y Yeraldin se fue enamorando otra vez del campo, tanto que estudió Medicina Veterinaria y hoy hace parte del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA).
“Para mí, el ICA siempre ha sido muy cercano. Y no lo digo solo porque Yeraldin trabaje allí, sino porque desde antes ya existía un vínculo especial. Yo me siento muy identificada con la entidad, sobre todo por los eventos que realizan y en los que siempre me tienen en cuenta, tanto en el área de ganadería como en la de apicultura. En ganadería soy un referente, pero principalmente en apicultura, donde mi participación es aún más destacada. Por eso siento que el ICA es una de las instituciones con las que más afinidad tengo”.
Heredó su fuerza y el amor por el campo
Yeraldin es médico veterinario zootecnista. El amor por el campo le vino de las vacaciones en la finca de sus abuelos en Montería, donde siempre practicaron la ganadería, montaban a caballo y ordeñaban las vacas. Además, decidió quedarse porque creció viendo a su mamá trabajar con las abejas.
“
Admiro muchísimo a Tomasa —dice—.
Ha sido una mujer muy fuerte, resiliente, bastante. Ha sabido sobrellevar los inconvenientes y tantos problemas en su área de trabajo que nos han marcado. Es una mujer muy fuerte. Fuerte, fuerte y digna de admirar, muy conocida aquí en la zona por su capacidad de trabajo y su fortaleza”.
También señala que el ICA ha significado una gran escuela y, además, la oportunidad de ver cómo su municipio mejora desde lo rural.
El NO rotundo a abandonar el territorio
Tomasa reconoce que, en algunos momentos, pensó en abandonar el territorio, porque los hechos de violencia que por años coexistieron con el campo eran insoportables. No obstante, también reconoce que hubo instantes que la fortalecieron, que le hicieron crecer el alma y el ser.
Recuerda, por ejemplo, cuando llegaron unas vecinas —cinco o seis señoras, tal vez más—.
—Yo estaba pasando por un mal momento: Yeraldin estaba en Bogotá y una de mis mejores amigas se había ido para Estados Unidos, desplazada por la guerra. Ella no entendía cómo yo seguía acá, en este pueblo donde casi todos se habían desplazado. La Cruz Roja les hizo un llamado de atención y por eso muchos se fueron. Los vecinos de al lado venían todos los días a decirme que me fuera con ellos, pero yo estaba sola, y aun así nunca me fui.
Ese día, cuando llegaron las señoras, me preguntaron:
—Tomasa, ¿es verdad que usted se va? ¿Qué se va para Estados Unidos?
Yo les dije que, si me seguía yendo mal, no descartaba la idea de probar otros horizontes. Entonces ellas me respondieron:
—Si usted se va, nosotras también nos vamos.
Yo no entendía y les pregunté por qué.
—Porque nosotras estamos aquí por el ejemplo que usted nos da —me dijeron.
Y esas palabras me hicieron desarmar de nuevo las maletas.
Maletas que nunca volvió a empacar. Su vida la construyó paso a paso, como las abejas. De la tierra aprendió paciencia; de las abejas, perseverancia. No es una abeja común: es la reina que nunca abandonó su colmena.