Sanar la tierra

Cecilia Hernández Durán.
Cecilia Hernández Durán.

Resuenan las palabras de Cecilia, “Con el favor de Dios de pronto, muy pronto vamos a tener nuestra parcelita para volver a trabajar. Aunque ya estamos viejos. Ya nos estamos muriendo, porque ya casi la mayoría de nosotros que habían estado allá, ya se han ido, ya no están con nosotros.”

En algunas culturas se cree que los antepasados habitan en la tierra, que la tierra es una entidad ancestral, que cultivarla mantiene el equilibrio y que el cuerpo de quien la cultiva está unido a ella. Entonces, ¿qué pasa cuando ese equilibrio se rompe?

En el año ‘97, paramilitares del Frente William Rivas del Bloque Norte rompieron el equilibrio en tierras de la Zona Bananera, con el despojo de más de cien familias de las fincas Cantagallar, Nigrinis, Ceibones y El Chimborazo, en Pueblo Viejo, Magdalena. La Comisión de la Verdad y Restitución de Tierras, en un informe de 2022, señalaron que entre 1999 y 2000, 25 mujeres entre los 17 y 53 años; tres niñas; un niño, y dos hombres jóvenes de 17 y 18 años, todos ellos campesinos de la finca El Chimborazo, fueron víctimas de violencia sexual, que fue usada como arma de desplazamiento.

Hoy estas familias, lideradas por las mujeres, vuelven a sus tierras para tratar de restaurar el equilibrio sanando la tierra que fue de sus ancestros. Algunas prefieren no recordar, o mejor no hablar de lo ocurrido, pero adentro las habita el recuerdo, les resuena como un eco, los recuerdos plantados en estas tierras resuenan en sus cuerpos y en los cuerpos de los suyos.

Cecilia Hernández Durán dice que lleva cuarenta y pico años en el Magdalena, que llegó del interior de Bucaramanga cuando tenía 14 años, se vino buscando tierra y amor, y al principio los encontró. Se casó a esa edad y tuvo dos hijos. Luego encontró al que sería el amor de su vida, a él le parió cinco hijos, como ella dice, “con el señor que estuvimos allá en Chimborazo.”

—¿Qué significa para usted Chimborazo?
 
“Imagínese… qué no recordar”, dice Cecilia y se le quiebra la voz. “Mejor es no recordar lo que vivimos allá. Porque yo tenía tres niñas, imagínese. La mayor… Es mejor no recordar. Hay muchos malos recuerdos. Aunque hay que ir borrando poco a      poco,             porque,  de      todas               formas…”
 
Sembrar y borrar son cosas parecidas. Cuando se siembra, el verde sustituye el color de la tierra, lo borra. La tierra cultivada ya no es tierra a secas, es cultivo de algo que la resignifica. El cuerpo, cuando trabaja la tierra, cuando la cultiva y la consume, también deja de ser un cuerpo a secas y se convierte en campesino. El cuerpo, el cuerpo campesino, como toda semilla, también regresará a la tierra al final de todo. Por eso, volver al lugar donde el cuerpo fue roto no carece de sentido. Retornar es desandar. Recuperar la tierra es sanar el cuerpo.

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Una década en el silencio
 
Pasa el tren, y las palabras se van enredadas en los rieles. En la finca El Trébol, que está ubicada en La Agustina, una vereda del corregimiento Guacamayal en la Zona Bananera, el calor no amaina, tampoco la energía de Cecilia, Beatriz y Ligia, tres mujeres que representan a la Asociación El Chimborazo y que hoy relatan sus historias:
“Voy a hablar de mí y de la comunidad en general,” dice Beatriz. “A nosotros nos reunieron en una de las fincas, cuando nos dijeron que nos daban 24 horas para que saliéramos.” Tuvieron que pasar diez años, que el dolor tomara distintas formas, para que las 112 familias que fueron desplazadas por el Frente William Rivas del Bloque Norte comenzaran a hablar de lo que pasó.

“Empezaron primero violando mujeres. Empezaron a violar a nuestros hijos, nuestras hijas. Empezaron a violar una, iban a una, dos, tres casas. Entonces uno decía: Nos vamos antes de que nos toque a nosotros. Ellos decían que si nos íbamos era porque había algo ahí. O sea, primero vivimos un terror terrible. En el momento en que nos reúnen y nos dicen: Bueno, ya está bueno, ya se pueden ir de aquí, de este lote. 24 horas pa’ que salgan de aquí.

Nosotros no esperamos 24 horas. Eso fue a las 4 de la tarde y ya a las 7 estábamos nosotros recogiendo motete. Dejamos animales, dejamos todo, todo lo que teníamos: los cultivos, la ropa. Dejamos todo.”Gracias al apoyo del Consejo Noruego, organizaron la Asociación El Chimborazo, nombre que tomaron de la finca más grande entre las despojadas, conformada por cuatro predios del mismo sector, habitados por familias unidas por lazos comunitarios.

“Nuestra asociación es de personas desplazadas y personas vulnerables, que exigimos que se restituyan nuestros derechos. Hemos anhelado eso, pero en el camino han fallecido muchos compañeros. Apenas estamos iniciando a ver cosas que el Estado nos está reparando, como las maquinarias, como el ganado, con la entrega de algunas tierras, pero faltan muchos por ser restituidos para poder ejecutar nuestros proyectos”, añade Beatriz.

Para las 112 familias que conforman la Asociación El Chimborazo, el camino institucional ha sido largo, sus derechos han sido restituidos a cuentagotas. Han tenido que enfrentarse con la revictimización y sin embargo, gracias a un esfuerzo férreo, ahora están viendo algunos resultados. Declaraciones rechazadas por la Personería local los obligaron a acudir a la Defensoría del Pueblo y a Justicia y Paz, solo así lograron que sus voces fueran escuchadas.

En 2014, el colectivo presentó su demanda de restitución. Cuatro años después, en 2018, los magistrados respondieron. De los cuatro predios, solo se restituyó uno: la finca Negride, entregada a 15 familias. A ellas se les construyeron viviendas y se les entregó un proyecto productivo.

Sin embargo, aún faltan 97 familias por recibir tierra. Beatriz ha perseguido respuestas personalmente desde Santa Marta hasta Cartagena, subiendo a la Sierra, buscando al director del programa. “¿Nada se ha conseguido?”, se pregunta. “¡Sí se ha conseguido! Corriendo detrás de ellos.”

El grupo ha recibido maquinaria, ganado y apoyo parcial, incluyendo el PIR (Proyecto Integral de Reparación), pero viven en terrenos arrendados, pagando hasta 4 millones por 22 hectáreas, sostenidos por ventas de pasteles, rifas y bazares.

“Imagínese que nosotros regresamos… pero no del todo. Muchos aún no tienen casa. La mayoría sigue viviendo con el papá, la mamá, el hermano, el cuñado. Algunos compañeros siguen por fuera, lejos de sus tierras. El terror fue tan grande que por mucho tiempo no pudimos hablar, no podíamos reclamar, no sabíamos a quién acudir. Todo estaba revuelto”, señala Beatriz.

La fortaleza, según Beatriz, la ha recibido de sus compañeras, de la tierra, de hijos y de sus nietos. A los que les ha contado de las violaciones de las que fue víctima. Cuenta que les dice, “tienen que sentirse orgullosos de mí, porque no toda mujer reconoce y yo reconozco que yo no tuve ni la culpa de eso. Hoy en día ya a mí no me da pena decir que yo fui violada”.

Añade que “nosotros fuimos víctimas de violaciones, no solamente las mujeres. En esa época yo tenía 33 años. Mis otras compañeras, que son más jóvenes que yo, imagínatelas, y bien bonitas. Esos hombres metidos con nosotros en esa selva, allá, y nuestros maridos, nuestros compañeros. Mira, muchos de los compañeros dejaron a sus esposas por esa violación. Y de pronto no fue porque violaron a la mujer, sino que ellos también fueron víctimas de violencia sexual. Nosotros hemos perdido de todo, no solamente perdimos las tierras, sino también la dignidad de nuestros maridos, de nuestras compañeras. Pero gracias a tanta capacitación y ayudas que nos dieron algunas organizaciones de derechos humanos.”

Beatriz nació en un corregimiento llamado Campeche, pero desde muy pequeña, sus padres llegaron a la Zona Bananera, y aunque no nació en el lugar, lo dice con orgullo.

-Yo soy de aquí, me siento zonera.
- Pero ¿qué es ser zonero?

Aquí a todo el mundo se le da el espacio, y es un municipio tan pasivo que acoge a todo el que viene aquí. Entonces, yo llegué muy niña, pequeñita, y aquí pues me casé, tengo mi familia, mis hijos.

Este año Beatriz cumple 60 años, nada le cuelga en su cuerpo —dice—. ¿Por qué? “Del azadón, de picar, de moler, de coger un machete. Mire todo lo que hemos conseguido, mire todo lo que hemos hecho y no me sienta… estoy vieja de cédula, como dicen los compañeros.”

El lugar huele a campo, los pájaros cantan. Beatriz cuenta que va a la ciudad, quiere salir rápido. “Aquí no, porque ya esto es nuestro, esto es del campo. Y ustedes dirán, mire la plaga, cómo me está atacando la plaga, porque mire que a mí, ya ni siento la plaga, ya la plaga sabe que yo soy de aquí. Como no son ustedes de aquí, mira cómo te está atacando la plaga.

Yo les digo a mis nietos, vean que ahorita lo que está dando plata hoy es la tierra, vean que el mejor futuro que tenemos es la tierra. Si viene una guerra de hambre, ustedes ya van a tener su tierra, en donde tienen su gallina, van a tener todo”, reflexiona Beatriz.

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Por qué es tan importante regresar?
 
El campo es algo que trae Beatriz en la sangre, “desde mis padres, desde mis abuelos. El campo, desde que mi papá, mi abuelo, eran de allá del Atlántico, pues ellos siempre fueron campesinos y ellos cultivaban allá. Luego, al venir aquí, que había otras oportunidades, porque es que la Zona Bananera da muchas oportunidades hasta al que viene de afuera.”

Adal José Alfaro López, profesional especializado del ICA dijo que para el 2025 dentro de la estrategia de la seccional, esta le extensión fitosanitaria y zoosanitaria, además del compromiso del acompañamiento a la comunidad de mujeres del municipio de Zona Bananera, víctimas del desplazamiento forzado y la violencia.

“Son mujeres resilientes, organizadas, que han logrado acceder a tierras y formación con apoyo institucional, y con quienes hoy trabajamos en su caracterización sanitaria. Más allá del rol técnico, este proceso nos conmueve profundamente: escuchar sus historias nos confronta con una realidad que duele, pero también inspira. Desde el ICA, seguimos firmes en el propósito de apoyar su camino hacia la productividad, la sanación y la generación de vida y alimentos para la región y el país”, señaló Alfaro.
 
Aunque no nació en este territorio, Ligia Isabel Conrado fue bautizada en la Zona Bananera, se casó, parió allí y para ella, eso es más importante. Por eso se declara zonera. Cuenta que hace más de 20 años tuvieron que salir con una mano adelante y otra atrás; sin embargo, hoy, gracias a la asociación, ella ve que les espera un futuro maravilloso. “Yo esta asociación la veo y sé que estamos bien, gracias a Dios, porque aquí nos han visitado varias entidades. No solamente el Consejo Noruego. El SENA nos ha capacitado y además el ICA”.

Agradece el acompañamiento. “El ICA ha empezado a capacitarnos, visitarnos y guiarnos en cada paso: nos han orientado en el manejo del ganado, en los pequeños cultivos que tenemos en nuestras fincas —que suman apenas 22 hectáreas— donde cultivamos yuca, plátano y guineo, y donde también estamos recuperando la palma que encontramos en mal estado cuando retornamos.

Nuestra meta es convertirnos en una empresa sólida; hoy, damos esta entrevista con la esperanza de que, para esta misma fecha del próximo año, nuestra finca sea reconocida como una empresa de producción de harina y alimentos transformados, mostrando una nueva cara del ICA al país. Estamos comenzando, pero el próximo año ya estaremos ejecutando nuestro sueño. Además de este sueño, yo la verdad es que yo me sueño toda una ganadera, con ganado, tener cerdo —porque a mí también me gusta— la gallina, tener gallina. Que yo venga al campo y yo coja una gallina, matarla para hacer un sancocho. Yo sueño con todo eso”.

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